Sobre cómo florecer y no marchitarse a pesar del recuerdo, la pérdida y la tristeza

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Vi “Loreak” (España, 2014), dirigida y escrita por Jon Garaño y José Mari Goenaga, de quienes ya había reseñado un filme previo, “Handia” (“Aundiya”, 2017, España). La música es mérito de Pascal Gaigne y la fotografía de Javier Agirre Erauso (aplausos). El reparto está integrado por Nagore Aranburu, Itziar Aizpuru y Itziar Ituño, entre otros. La cinta narra la vida de tres mujeres, Ane (Aranburu), Tere (Aizpuru) y Lourdes (Ituño), quienes se entrecruzan en la rememoración de un hombre en común (el compañero de trabajo, el hijo y el esposo, respectivamente), a partir de las flores (loreak en euskera), unas que recibe Ane semanalmente de un remitente desconocido o flores que aparecen continuamente en el lugar donde murió aquel hombre, asunto que intriga a Tere y Lourdes. Ahora, estamos ante un drama (incluso, un melodrama) que brilla, desde mi perspectiva, por dos méritos: el primero un buen guion y el segundo una buena fotografía (por ejemplo, véase cómo se intercalan los tonos fríos y cálidos dependiendo del estado de ánimo de sus protagonistas). Me quedo con el primer mérito, destacando que logra un saludable equilibrio entre forma y fondo. La historia que hay detrás es tan sencilla como convincente en tanto provoca empatía. Es sencilla pues, si uno se pone a ver, el drama es manejado como algo cotidiano, algo que no parece propio para el cine, en especial porque, desde la distancia, no pasa nada, no hay desenlaces importantes; pero es, en últimas, una fábula entrañable que evoca el recuerdo, la pérdida y la tristeza con la que todos asumimos el día a día, casi siempre con la complicidad del silencio. A veces, uno se encuentra películas con historias muy deslumbrantes pero que no conmueven; aquí, estamos ante algo muy diferente, una historia sencilla, algo lenta, que conmueve dejando una sensación de desolación en el espectador.

Por lo anterior, esta obra invita a lecturas simbólicas e intimistas, más que políticas o iusfilosóficas, entre ellas la centralidad que tienen las flores y lo que ellas representan, no solo como lo que une las historias de las tres mujeres, sino también lo que atañe como metáfora del proceso que implicar florecer, de un lado, y no dejar que se marchiten las flores, de otro. Podrían hacerse cientos de lecturas, pero me llama la atención la de considerar que las flores, que siempre cruzan con el hombre evocado, son el resultado de un proceso de crecimiento y permanencia, y a eso se someten las mujeres en cuestión. Ellas florecen a pesar de los contextos que las doblegan, pero no para quedarse como decoración, sino para darse, pues en la cinta, las flores se entregan, se dan, constituyen dones que permiten la sociabilidad (la solidaridad, la economía social, las redes, etc.) en tanto que son recíprocos, en tanto son la base del intercambio, cosa que bien analizó Marcel Mauss. En este caso, el intercambio metafórico de las flores resulta en la construcción de redes de empatía entre mujeres que deben florecer, para luego ser, ellas mismas, dones en ese juego de dar y recibir que supone la microsociedad que se representa en el filme.

De allí la importancia de la educación de las emociones, una que destruya la visión que elogia la fría razón, pues son las emociones las que nos recuerdan lo humanos, lo demasiado humanos, que somos. Es la emoción, más que la razón, el fundamento de la sociabilidad, el de la moral, incluso, el del derecho, como bien lo recuerda Nussbaum trabajando la herencia filosófica del dúo escocés Smith y Hume.

Esta sí que es una cinta de emociones, intimista, metafórica, sencilla como entrañable. La recomiendo. 2021-01-29.


 

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