Sobre cómo las segundas partes no suelen ser tan buenas

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Vi “El lado oscuro del corazón 2” (Argentina, 2001) dirigida y escrita por Eliseo Subiela [1944-2016], con música de Osvaldo Montes (quien hizo la música de la precuela) y fotografía de Teo Delgado. El reparto está integrado por Darío Grandinetti (aplausos), Ariadna Gil (aplausos), Nacha Guevara y Sandra Ballesteros (aplausos), entre otros. Estamos ante una secuela de la gran obra de 1992, en la que Oliverio sigue buscando a la mujer que sea capaz de volar, para lo que viaja a España en búsqueda de Ana, la protagonista de la cinta previa, pero el tiempo ha hecho estragos en los dos; así, Oliverio continúa su búsqueda hasta dar con Alejandra, una equilibrista de circo acosada por su propia parca, con quien, en últimas, logra detener a la(s) muerte(s). Ahora bien, al igual que en la película de 1992, estamos ante un filme surrealista y poético, de manera tal que lo onírico se expresa tanto en el guion como en lo visual, de manera tal que la creatividad y los giros de sentido (metáforas y alegorías) abundan tanto en los diálogos como en la fotografía. En este sentido, la labor de Subiela es encomiable y el espectador encontrará en esta obra la misma receta exitosa de la anterior, aunque esta vez con un final feliz. Pero justo ahí está el problema: el hecho de que una receta haya funcionado espléndidamente una vez no significa que volverá a funcionar, en especial si se le aplica al mismo comensal.

Quien vio la cinta de 1992 seguramente quedó maravillado ante una película que manejó tan bien el ritmo y las emociones con poesías que solo puedo catalogar de bárbaras, así como con metáforas y alegorías increíbles. Pero a ese mismo espectador ahora se le ofrece el mismo producto, la misma receta, que si bien no ha bajado su calidad, sigue teniendo el mismo sabor. ¿Qué pasa con esto? Lo mismo que aquel que prueba por segunda vez un plato que antes le maravilló: ya no será tan bueno como lo fue antes. De allí que el epicureísmo recomendase una ciencia de los placeres, que supone estrategias como no repetir algo tan maravilloso, por lo menos no rápidamente, porque al hacerlo se perderá en sensación y en recuerdo. Quien adora un plato y por eso lo repite al poco tiempo, termina perdiéndole el gusto a ese plato y los recuerdos en torno a tan magnífica comida se desvanecerán en la medida que se tiñen de banales. Por todo esto hay cosas que es mejor dejarlas incólumes en el pasado y no iluminarlas, para verlas en todos sus detalles, bajo la luz del presente. Pero reitero: la película no es mala, para nada, solo que se traiciona a sí misma.

Luego de estas apreciaciones, hablemos un poco de lo que el espectador encontrará en esta secuela: el tiempo, el amor, la poesía-locura y la muerte se entrecruzan, prometiéndose hacerse caer (por la gravedad de la realidad) unos a otros; solo el equilibrio podría lograr que de estas cuatro manifestaciones sea posible la perpetuación de lo humano; en este caso, la perpetuación en una nueva generación que logra así burlar la muerte y el tiempo, muerte y tiempo que silencian a los individuos pero no la cultura (de allí el valor del hijo con que termina el filme). Solo el equilibrio (podría pensarse que la mesotés aristotélica) podría, en últimas, permitir que el amor tome vuelo. Por tanto, el amor no basta, como tampoco la poesía, ni mucho menos la muerte ni el tiempo. Todos se requieren, en equilibrio, para vencer la gravedad.

Obviamente, por el surrealismo de la obra, el director-guionista se da varias licencias narrativas que no habrán pasado por algo para un espectador juicioso: ¿cómo logra sobrevivir, en pleno capitalismo, un poeta al que no le falta nada?, se preguntará ese espectador, o ¿cómo es que Oliverio logra encontrar a Ana, tan fácilmente y en una urbe como Barcelona? Pero estas licencias no están tan mal cuando hablamos de cine surrealista, donde de entrada la realidad no es protagonista. Igualmente, otra agradable licencia que se permite el director está en el amor casi que instantáneo (atemporal) de Oliverio por Alejandra a partir de un afiche publicitario del circo, amor instantáneo que me recuerda un pasaje de Rayuela de Cortázar: “Lo que mucha gente llama amar consiste en elegir una mujer y casarse con ella. La eligen, te lo juro, los he visto. Como si se pudiera elegir en el amor, como si no fuera un rayo que te parte los huesos y te deja estaqueado en la mitad del patio. Vos dirás que la eligen porque la aman, yo creo que es al verse. A Beatriz no se la elige, a Julieta no se la elige. Vos no elegís la lluvia que te va a calar hasta los huesos cuando salís de un concierto”. 

En conclusión, es una cinta buena, muy buena, pero que, de un lado, termina opacada por su precuela, y que, del otro, por su surrealismo y por estar conectada a un relato anterior reduce de entrada el público que puede apreciarla buenamente. Esto ratifica la regla general (habrá excepciones) de que las segundas partes no son buenas. 2020-08-10.


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