Sobre cómo la vida puede ser mataforizada con un navío

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Vi “El Navío” (“The Vessel”, EEUU-Puerto Rico, 2016), dirigida por Julio Quintana (esta es su ópera prima), coprotagonizada por Martin Sheen y producida por Terrence Malick (el mismo de “La Delgada Línea Roja”, 1998, y “El Árbol de la Vida”, 2011). Los protagonistas son Martin Sheen (quien hace de sacerdote católico, rol que ha repetido, con actitudes similares, en varias cintas anteriores), Lucas Quintana (hermano del director y quien aquí hace su debut) y Jacqueline Duprey. La obra se circunscribe en un pueblo costero que no ha podido superar un maremoto, acaecido algunos años antes, en el que murieron todos los niños. Es un pueblo aparentemente maldito y, por tanto, sin futuro. En ese escenario, un joven que revive de un accidente, decide construir una nave, lo cual reanima al pueblo. Ahora bien, ¿qué se puede decir de la película? La verdad, no mucho, pues el producto final, sin ser malo, no entusiasma demasiado. Es una narración modesta, fundada en los silencios y en los gestos, que al menos no cae en la sensiblería barata, por lo que llega a tocar en algo al espectador. Por ejemplo, es fácil sentirse frustrado por la forma en la que la comunidad suele reaccionar, masificándose, ante las desgracias. Esto queda patente con la escena en la el pueblo quema la nave. En lo que atañe a los aspectos estéticos, la cinta es correcta, pero la mala dicción de los personajes (Sheen porque intenta hablar español y los demás porque siguen el acento caribeño, algo inentendible hasta que el oído se acostumbre) sumado a algunos baches de sonido, hace que sea necesario repetir escenas o preguntarle al vecino, en caso de que tenga mejor oído, especialmente en los primeros minutos. La fotografía es interesante, aunque no logra sacar del todo provecho a los buenos escenarios que una costa caribeña suele ofrecer. En lo que respecta a las reflexiones que la obra promueve, allí se tocan asuntos como la migración de la periferia al centro urbano, la alienación y la masificación de las personas, masificación que suele ser peligrosa cuando se confronta con la individualidad libertaria de quien no se deja dominar plenamente por la habladuría, por la dictadura del uno (Heidegger). El final, agrego, es una buena parábola, incluso algo schopenhaueriana, de la vida: un fracaso continuo, un dolor ininterrumpido, que hay que asumir con valentía, como si fuese éxito y felicidad. El hundimiento de la barca no es el fin de nada, sino la continuidad misma de la lucha. No la recomiendo a pie juntillas, pero tampoco creo que se pierda el tiempo viéndola. 2017-08-10.




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