Hassel, Sven (2013). Los panzer de la muerte [1963]. Barcelona: Ediciones Librería Universitaria de Barcelona.
Esta es una obra de puro entretenimiento. Se trata de una novela, supuestamente basada en las experiencias del autor cuando sirvió en la Wehrmacht durante la Segunda Guerra Mundial. Digo “supuestamente” porque ya hay muchos relatos que dejan en claro que todo es una impostura del autor, danés por demás, quien fue policía (y no militar) al servicio del nazismo en su propio país. Pero sean ciertos o no los relatos, el interés del lector no es el de encontrar una verdad histórica, sino la de entretenerse, y la obra sí que lo logra.
Otro asunto por mencionar es que esta novela es parte de una amplia serie protagonizada por un soldado, Sven, en su regimiento disciplinario, al que fue remitido por haber desertado. En este caso, esta obra literaria fue tan importante en el mercado editorial que inspiró una película de Hollywood: “The Misfit Brigade” (1987, Dir. Gordon Hessler) que pasó sin pena ni gloria.
Ahora bien, estos relatos de guerra, desde la perspectiva de un soldado alemán (Sven) que poco participa en los diálogos, pero sí en las acciones narradas, no son apología del nazismo: “Pero si luchábamos no era por Hitler ni por sus objetivos bélicos; ¡no nos importaban! Tratábamos, sencillamente, de salvar nuestra piel, lo que los comunicados confesaban a su pesar, hablando púdicamente de ‘combates aislados de defensa’” (p. 154). Igualmente, llama la atención que divide al mundo militar del momento en dos: los soldados alemanes y rusos en un grupo, que luchan entre ellos por la supervivencia al ser esclavos de sus dictadores, y el de los SS (llamados en la obra como los nazis negros) y los NKVD (la policía política de Stalin o los nazis rojos) en otro, a quienes iguala en todo sentido, como salvajes defensores de la dictadura. Los del primer grupo, si bien se matan entre sí, realmente son hermanos en la desgracia: “El soldado en la guerra es como el grano de arena en la playa. La marea lo sumerge, lo aspira, lo rechaza, para aspirarlo de nuevo. Y desaparece sin que nadie lo note y sin que nadie se preocupe de su destino” (p. 135). Otra cosa pasaría si hubiera existido alguna conciencia de clase entre los del primer grupo para darse cuenta que sus verdaderos enemigos eran los del segundo. Como se deja en claro en algunos momentos de la obra, los protagonistas reflexionan que no solo debían matar a los nazis rojos, sino también a los negros, para alegría del infierno: “¡Lástima que no tengamos también aquí delante a algunos miembros del Partido [nazi]!... Porque si sólo nos cargamos a los rojos, el diablo no estará contento” (p. 166, corchetes fuera de texto).
Además, Sven, el protagonista, manifiesta que no comparte la dictadura racial, está en la guerra porque le toca, mata porque sino lo matan, en una inercia a la que llega el soldado (“Y la guerra continuaba, para emplear la frase con que los Gobiernos adornan la embriaguez de las matanzas”, p. 145), a quien la guerra le ha endurecido su raciocinio moral: “Abusar de la vida porque mañana moriremos” (p. 90), y “Somos una basura y vamos a morir por otra basura… ¡Mañana habréis muerto! ¡Nosotros, también! ¡Viva la muerte!” (p. 319).
Concluyendo, ¿qué puedo decir de esta novela? En primer lugar, que no toda literatura tiene que ser rompedora de los esquemas del lector. El entretenimiento está muy bien, el asunto es saber qué tipo de obra uno quiere leer según el momento, según el estado de ánimo, etc. No hay porque sentirse avergonzados por leer textos que no tienen intención alguna de ser arte, con tal de que logren un objetivo loable y rebelde, en este caso, el ocio productivo. Dedicar tiempo a una obra literaria es algo que se está volviendo cada vez más escaso, ante el apremio de la tecnología y ante la habilitad visual de las nuevas generaciones que los hace preferir el video, el cine, el streaming, etc. En cierto sentido, seguir buscando entretenimiento en el fondo de un sofá mientras se lee algo que saque al lector de su cotidianidad, incluso textos de mero entretenimiento, es cada vez más un acto de rebeldía con la videocracia (¿o videotiranía?).
En segundo lugar, como ya lo mencioné, aquí no hay apología al nazismo, aunque si resuena la inmoralidad a la que se llega en la guerra. Esta obra recoge muy bien la banalización del mal fruto de conflictos como aquel del frente oriental, donde los estándares morales y civilizatorios, donde las reglas que nos separan de la barbarie, se desdibujan cuando ya lo que se trata simplemente de es de sobrevivir y pasar el día a día (“La tiranía y la guerra habían vencido poco a poco a la civilización… habían conseguido acallar en nosotros todo lo que teníamos de humano”, p. 175 y 185, respectivamente). La banalidad del mal, de la que habló magistralmente Arendt en su libro Eichmann en Jerusalén, queda más que patente. “Si Dante hubiese sabido lo que era un ataque aéreo, su infierno hubiese sido mil veces peor” (p. 24).
En tercer lugar, si bien la obra no tiene muchos méritos estéticos, tampoco es que sea mala. Creo que los personajes fueron creados con gran acierto, lo que aumenta el drama inserto en la novela. Igualmente, los diálogos fluyen y las acciones bélicas son bien descritas produciendo todo tipo de emociones en el lector, en quien queda la responsabilidad de convertir el texto en un preludio antibelicista. Y, finalmente, de vez en cuando, aparecen frases que tocan al espectador, a un punto tal de ser un trampolín para una catarsis.
Por todo lo anterior, recomiendo la novela, pero sin sobresaltos.
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