Sobre la sátira de la genialidad artística en tiempos de capitalismo

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Vi “Mi obra maestra” (Argentina, 2018), dirigida por Gastón Duprat [1969-], siendo este su primer largometraje como director en solitario (ya había hecho algunas buenas cintas como codirector). El guion es mérito de Andrés Duprat [1964-], quien, además de guionista, es comisario artístico, rol que es determinante en la película, como ya veremos. El reparto es imponente: Guillermo Francella (reconocido en el mundo de la comedia, pero aquí luce su versatilidad como actor, aplausos), Luis Brandoni (además de actor, político argentino, aplausos) y Raúl Arévalo, entre otros. El filme está a mitad de camino entre la comedia y el drama, pero la palabra que mejor le encaja es la de sátira. Narra la amistad, con sus altibajos, entre un comisario artístico y galerista inescrupuloso, Arturo (Francella), y un pintor inadaptado que no está en sus mejores momentos, Renzo (Luis Brandoni). Ellos dos no se parecen en nada y tienen motivos de sobra para odiarse, pero la amistad y una gran mentira (realmente, una estafa) los mantiene unidos. El miedo a ser descubiertos en dicha mentira logrará que tomen riesgos peligrosos para la carrera de ambos. Antes que nada, esta obra me parece un contrapunto de la anterior de la dupla de los Duprat: “El ciudadano ilustre” (Argentina, 2016). Son muchos aspectos en común, en especial el retrato desnudo de la genialidad, de un novelista (en la obra de 2016) y de un artista (en el largometraje que ahora reseño). Estéticamente, la cinta es muy correcta, y destaco entre otros aspectos la fotografía (aplausos). La edición me pareció impecable y las actuaciones protagónicas logran dar todo de sí. Paso de inmediato al análisis de la narración. En primer lugar, la clave de esta comedia es un truco bien conocido: los contrarios que, a pesar de todo, continúan siendo amigos. Sin embargo, el ingenio de muchos diálogos, en especial los de Renzo, agregan un elemento, este sí más interesante, a la comedia que fundamenta la obra. En segundo lugar, la película logra retratar con argucia unos personajes complejos, pero no complicados. No es común que se logre desarrollar de esta forma las características de los personajes principales, especialmente antes del clímax (la mentira que los unirá aún más). Luego de este clímax ambos personajes cambiarán drásticamente, pero sus caracteres en movimiento ya no son tan bien descritos, pues el filme los perdió de foco en tanto ya no eran el quid dramático de la sátira. En tercer lugar, la comedia y el drama terminan fusionándose en una sátira, justo cuando la mentira compartida lo cambia todo. A esta transformación del género se le añade, con gracia, la intriga que se sabe manejar muy bien, con sus consecuentes e inesperados giros narrativos (necesarios, obviamente, para la intriga). En cuarto lugar, resalto la visión de lo intelectual y del arte que la dupla de los Duprat (tanto en la obra de 2016 como en esta del 2018) le manifiesta al espectador: no se representa al arte ni al artista de forma romántica. Es una reivindicación del artista contradictorio (demonio, humano y ángel, según el momento), egoísta, individualista a la vez que irónico, y pesimista, todo lo cual lo obliga a refugiarse en sí mismo y rechazar el mundo, pero una crisis con los otros logra sacarlo de ese estado nihilista para volverlo un ser-para-la-vida, de nuevo “productivo” (incluso en lo económico) y de alguna manera vitalista. Se retrata, pues, tanto a un héroe como a un antihéroe, según la perspectiva desde la que se le vea. Todo desnudar supone la acción de poner a la vista lo agradable como lo desagradable y esta cinta desnuda la condición de artista en medio de la zozobra del mercado y de la inspiración. Entonces, además de ser una comedia negra entretenida, la recomiendo en un cine de artistas e intelectuales, por su capacidad de mostrarnos la complejidad de los ídolos culturales. La recomiendo. 2019-06-25.

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