Dumoulin, Pierre, Job, Un sufrimiento fecundo, trads. Nelly Helo y Claude Hèlou, Bogotá, Sociedad de San Pablo, 2001.


Dumoulin, Pierre, Job, Un sufrimiento fecundo, trads. Nelly Helo y Claude Hèlou, Bogotá, Sociedad de San Pablo, 2001.

Uno de los grandes retos de la teología es hacer comprensible el Libro de Job a la vez que defender la idea de que el dolor y el sacrificio, humildemente aceptados, conducen a Dios. Y no es para menos si se tiene en cuenta que Job, un hombre justo y respetado por todos, cae en el abismo de las maldiciones. Primero su petición –no correspondido– de auxilio divino y luego su queja a Dios por su infortunio, parecerían corroborar, a los ojos del no-creyente, que la divinidad no existe o que si existe no interviene en la vida diaria.

Lo que se propone este autor, analizando la obra, es sugerir (idea para nada original, pues ya estaba planteado en la teología medieval si queremos llegar hasta allá) que el reto de Job es, mediante el dolor, perfeccionar su alma para que de esta manera pueda apreciar de mejor manera el Bien Sumo: “En efecto, todo lo que resiste al dolor rehúsa en cierto modo no ser lo que era, porque era algún bien. Mas el dolor es útil cuando fuerza a la naturaleza a ser mejor; pero si la conduce a ser menos buena, entonces es inútil” (San Agustín, Sobre la Doctrina Cristiana, Cap. XX). En este caso de Job, Dios solo se le manifiesta cuando aquel calla, acepta humildemente su condición, abandona su rebeldía y sus gritos, y ofrece su sacrificio para su propia purificación. Y una vez Job recibe a Dios, logra interceder por los demás para la salvación de quienes le rodean.

Creo, pues, ya saliéndome del texto de Dumoulin que el libro bíblico refleja en buena medida algo que casi todos hemos sentido en la vida en momentos de profunda angustia y dolor: el renacimiento reconfortante al aceptar las cosas, tal cual como son, y darse cuenta que la vida sigue, buena o mala, y que no se ha detenido a contemplar absorta nuestro sufrimiento. Y en ese renacer la relación con la otroriedad, el estar en el mundo con el otro, cambia: aparece la empatía. Lo difícil es mantener durante el resto de la vida ese momento productivo o constructivo, por no tener mejores palabras a la mano, que produce la aceptación (humildad, diría el autor) del dolor.

Ahora, lo anterior, que es un sentimiento profundamente humano, es llevado al plano teológico como un sacrificio a Dios con el que nuestra alma se depura. Pero esto no deja de inquietar en varios aspectos. ¿Dios quiere el mal para perfeccionarnos? Agustín diría que no, pues el mal siempre es producto de nuestra condición de mortales (la muerte y la enfermedad son consecuencia de que no somos dioses) o de nuestro libre albedrío. Sin embargo, a pesar de que el mal no es querido por Dios para nadie, tiene un lugar en el orden divino: perfeccionar el alma. Sin embargo, mis dudas persisten: en Job (y en Dumoulin) hay una defensa de la no rebeldía, de no gritar y de no quejarse. Entiendo que es razonable señalar que todo debe ser en su medida. Empero, ¿esto no puede entenderse como una invitación a la pasividad política y a la no asertividad? ¿No puede servir para legitimar discursos de sumisión? Las bienaventuranzas, más allá de su valor teológico, conducen en el plano político a legitimar la injusticia, la opresión e incluso la violencia.

La teología dogmática tendrá respuesta este dilema, en tanto señala que una rebeldía con odio (de allí su rechazo a la conciencia de clase marxista) no es cristiano, como tampoco la sumisión servil. Habría que buscar un punto medio. Pero es que en el punto medio igualmente se invita a la humildad, a soportar, y si esto se entiende en lo público como que es una fortuna aguantar el hambre y la opresión, caemos en una sociedad condenada a ser tal cual es, con sus injusticias. Faltó, pues, mayor precisión en el compromiso político y económico del cristiano, de forma tal que, si bien el dolor debe soportarse íntimamente, no tiene porqué aguantarse externamente: la pobreza no tiene por qué soportarse con resignación. El pobre no puede concebirse como un bienaventurado, sino como una víctima del modelo socioeconómico. Pero ese reconocimiento de víctima no lo sacará, por sí, de la pobreza; antes bien, puede conducirlo a una zona de confort igualmente peligrosa. Ahí sí es pertinente la mirada desde Job: ese sufrimiento injusto que se padece, hay que soportarlo, pero no dejar de denunciarlo. Estas son las enseñanzas que dejó la Doctrina Social de la Iglesia, de un lado, y la teología de la liberación, del otro.

El libro, finalizando, se deja leer con facilidad. Invita a la reflexión íntima y desgaja el Libro de Job para proponer una interpretación teológica del mismo.

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