Leí Tríptico de la infamia

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Leí Tríptico de la infamia, del escritor santandereano Pablo Montoya [1963- ] quien actualmente es profesor de la Universidad de Antioquia, Medellín. Empiezo reconociendo que es la primera obra, pero para nada será la última, que le he leído y el balance general es muy bueno. Se trata de una novela en tres partes (emulando en letras los trípticos pictóricos del siglo XVI), que tienen un factor en común: la percepción, desde el lente de tres artistas, de las bestialidades humanas durante la Conquista de América y las guerras de religión entre católicos y protestantes en Europa. Frente a esto último, dice así uno de los personajes: “La culpa de mi escepticismo habría que atribuirla a estos años turbulentos en los que la demencia penetró en el corazón de los seguidores de Cristo” (pp. 118-119).

Es que la infamia despiadada no se desarrolló solo en alguna de estas dos orillas del Atlántico (América o Europa), sino en ambas al mismo tiempo: “¿De qué manera lograr que con unos cuantos rasgos se exprese la dimensión de un mundo despiadado? ¿Cómo unir en los ojos de quien mira dos fenómenos diferentes pero que deben complementarse?, pues sé que jamás es lo mismo una masacre que su representación” (p. 185).

Ahora, ese entramado atlántico de odios sin razón es tratado desde dos enfoques, cada uno con alta competencia: el primero es el estético y el segundo es el histórico. Frente al primer aspecto, la narrativa viene surcada por una voz poética impactante. Dentro del relato saltan a la vista una que otra frase, tan estilizada y bellamente construida, que nos lleva a la sensación de estar ante un híbrido de poesía y narración. Quisiera poner algunos ejemplos de dichas frases o textos con un valor estético superior (desde mi perspectiva, claro está):

Sobre la cartografía (que para el siglo XVI era tanto técnica como arte pictórico): “Llegaban las palabras de Tocsin que decían, no olvide, en todo caso, que al levantar mapas construimos metáforas, retazos de discursos que algo intentan sobrevivir en medio del tiempo que es inasible. Hacemos mapas con círculos, con cuadrados, con líneas y puntos, pero la verdad es que estamos describiendo relaciones de poder, divisiones jerárquicas, ambiciones sociales y sueños. Sobre todo sueños que se difuminan en el espacio de la imaginación como lo hace el polen en el aire de las fecundaciones” (p. 49).

Frente a la guerra de religiones y la Conquista: “La culpa de mi escepticismo habría que atribuirla a estos años turbulentos en los que la demencia penetró en el corazón de los seguidores de Cristo” (pp. 118-119).  “La sombra que soy busca las huellas invisibles de las matanzas del pasado” (p. 157). “El horror es tan puro y elemental que no exige explicaciones y la descripción de sus maneras resulta fútil” (p. 173).

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Frente al arte: “El secreto reside en mirarlo todo como si en esa actividad, que muchos realizan naturalmente, estuviese concentrado el alimento esencial del espíritu” (pp. 132-133).

Frente al dolor del artista testigo de la infamia: “Soy solo un presente que es angustiada sobrevivencia, un pasado que se asume como herida interminable, y un futuro cuyo olvido es la única circunstancia que anhelo” (p. 186).

El segundo enfoque es el rigor histórico que demuestra una fuerte investigación de fuentes primarias y secundarias sobre los tres protagonistas, sobre el contexto y sobre las obras pictóricas a las que alude continuamente el libro. Por este rigor, por sus precisiones fundamentadas, el texto llega, incluso, al punto de posar como ensayo o novela (meramente) histórica. Pero son los destellos poéticos que continuamente le saltan al lector, los que le recuerdan que seguimos en el mundo de la ficción narrativa.

Por todo esto no me extraña para nada que Montoya haya ganado en el 2015 la XIX Edición del Premio Rómulo Gallegos​ por esta novela, siendo el quinto colombiano en obtenerlo: Gabriel García Márquez en 1972, Manuel Mejía Vallejo en 1989, Fernando Vallejo en 2003 y William Ospina en 2009.

Y agrego a lo dicho hasta el momento, ya desde un plano más subjetivo, la importancia literaria a la vez que política de un texto, con tantas virtudes, sobre el horror mismo. Al reflejar el choque de culturas (europea y amerindia, de un lado, y la católica y la cristiana, del otro), un choque que no suele resolverse desde la negociación propia de la aceptación del otro, ni siquiera de la tolerancia propia de soportar el otro, lo que queda es la infamia de las masacres y el destierro, donde son los débiles, los testigos indefensos de dicho choque, los que suelen llevar la peor parte. Si bien esta novela no se centra en conflictos que nos son más cercanos, sí logra hacernos empáticos por analogía, si el lector se lo propone, con el presente, pues, sin lugar a duda, la infamia no ha terminado.

Así, el arte, dentro de la infamia, cobra vida por medio de la función política del recuerdo: “La ausencia de nominación es como construir un ámbito nefasto. Y es aquí cuando a Goulart parecen iluminársele los ojos. Me dice que la gran lucha es contra el olvido. Hay que hallar la identidad de esos muertos y denunciar quienes fueron los culpables. Emprender una minuciosa búsqueda de los supervivientes. Y poco a poco, con ayuda de ellos, amontonando lágrimas y dolores, nombrar a los masacrados. Otorgarles el rostro que tuvieron, saber qué hacían y pensaban y cómo fueron ejecutados. No podemos morir sin haber intentado una inmersión en la desdicha de los otros y en su calamidad de todos los días. Nuestro deber no es solo con nuestro tiempo, querido pintor, es con la posteridad. Debemos hablar de la crueldad a la que hemos descendido los hombres. Y después, solo después, permitirnos que la muerte nos cierre los ojos. A mí se me hace un taco en la garganta cuando intento responderle. Goulart aprovecha mi vacilación. Dice que mi única obligación ahora es pintar la masacre” (pp. 182-83).

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